"La dificultad no debe ser un motivo para desistir sino un estímulo para continuar"

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LA HISTORIA DE ALNASCHAR

LA HISTORIA DE ALNASCHAR O EL CUENTO DEL FANTASIOSO SOÑADOR © Jordi Sierra i Fabra 2005 (versión libre de un cuento de “Las Mil y Una Noches”) Erase una vez un hombre muy perezoso de nombre Alnaschar. Antes que ganarse el pan con el sudor de su frente, prefería pedir limosna y vivir a expensas de lo que las buenas gentes le daban, movidas por la piedad. Quiso sin embargo la suerte que un día, muerto su padre, se encontrara con una inesperada herencia de cien dracmas. Alnaschar, que jamás había visto junto tanto dinero, se sintió el hombre más rico y feliz del mundo. Claro que ello le causó un quebranto aún más inesperado, pues falto de iniciativa hasta ese día, no supo muy bien qué hacer con aquella pequeña fortuna. Con ella en el bolsillo, acertó a pasar por delante de una vidriería que vendía al por mayor su mercancía y tuvo una idea: invertir su dinero en un próspero negocio. Entró en el lugar y compró vasos, botellas, platos y otros enseres de cristal. Cargando con el cesto salió a la calle y se sentó en una esquina para reflexionar sobre la mejor forma de iniciar sus planes. Y en voz alta, recitó: —El contenido de esta canasta me ha costado cien dracmas. Ahora, vendiendo las piezas al por menor, fácilmente ganaré doscientos dracmas. Compraré más vasos y botellas y con su venta serán ya cuatrocientos dracmas, y luego ochocientos, y después mil seiscientos y así, cuando llegue a los diez mil, dejaré el negocio de la vidriería, que es frágil, y me haré joyero. Negociaré con diamantes y perlas suntuosas que me comprarán reyes y hombres poderosos hasta el punto de que en muy poco tiempo seré yo también uno de ellos y me compraré una gran casa con muchos sirvientes en la que celebraré fiestas y bailes que serán la envidia de mis vecinos. Cuando mi capital llegue a los cien mil dracmas me tendrán por un príncipe y por lo tanto pediré por esposa a la hija del gran visir, de la que se comenta su belleza sin igual. Si me la negara, la raptaría, para demostrarle mi empeño. Pero sé que me la concederá, entonces yo seré muy generoso con él y a ella la colmaré de regalos. “Vestiré como un rey, montaré en un hermoso caballo con una silla de oro y una mantilla ribeteada con perlas y diamantes. Pasearé por la ciudad con sirvientes que irán delante y detrás de mí echando monedas a la gente. En mi noche de bodas, obsequiaré con mil monedas de oro a mi mujer y mi generosidad no tendrá parangón. Eso sí, no permitiré que salga de sus aposentos en modo alguno, pues la guardaré, celoso, sólo para mí. Por mi parte, la visitaré cuando me plazca pero siempre de modo que mi persona le infunda el respeto que sin duda mereceré. Hablaré muy poco, mi porte será siempre sereno, apenas moveré la cabeza, y ella se deshará en ruegos para que me digne contemplarla, cosa que no haré a pesar de su hermosura y el amor que me profesará. Sus damas me dirán: “Vuestra esposa espera una caricia. Vedla tan bella a vuestros pies”. Yo no contestaré la menor palabra, y cuando sus súplicas sean las más lastímeras, me dignaré lanzarle una ojeada para volver de inmediato a mi postura egregia. Así, desde el primer día de mi matrimonio, sabrá ella quién es el amo. Cuando nos acostemos, le daré la espalda como prueba de mi dominio. “Al día siguiente, mi esposa le llorará a su madre, y ella vendrá a verme. Se inclinará ante mí y me dirá: “Señor”, pues no se atreverá a llamarme yerno por miedo a ofenderme, “mi hija os ama con todo su corazón. Os ruego que la atendáis como se merece su amor”. Yo, por supuesto, no le haré el menor caso. Entonces la madre de mi esposa me besará los pies e insistirá en sus ruegos. Al ver mi inquebrantable rigor le pedirá a su hija que me sirva un vaso de vino, como prueba de su devoción hacia mí, y al ver que no se lo tomo, mi mujer me suplicará: “Corazón mío, alma de mi vida, soy vuestra humilde servidora. No me moveré de aquí hasta que bebáis de este vaso que os doy”. Así que, finalmente, yo la miraré y al tiempo que la abofeteo le daré una patada que… Tan metido en su fantasía estaba el infeliz Alnaschar, y tan intensamente la vivía para sí, que su pie derecho hizo exactamente lo que su imaginación soñaba: dar una patada. Pero no a su presunta y castigada esposa, sino al cesto lleno de objetos de cristal en los que acababa de invertir sus cien dracmas y que reposaba delante suyo. El estropicio fue total. No se salvó ni una copa, ni un vaso, ni un plato. Más aún, desde una ventana vecina en la que un hombre había escuchado toda su historia, le llegó su voz airada diciendo: —¡Te está bien empleado, por perverso! ¿No debieras morirte de vergüenza en tratar así a una esposa que tanto te ama sin que te haya dado motivos de queja? ¡Muy brutal debes de ser para desoir el llanto y las súplicas de una mujer tan hermosa y para no caer ante sus halagos! ¡Si yo fuera el gran visir, tu suegro, te mandaría azotar y te haría pasear por la ciudad con las alabanzas que en verdad te mereces, estúpido! Huyó Alnaschar de allí, dejando el cesto destrozado, y nunca más volvió a vérsele por la ciudad, aunque es probable que no hiciera en su vida otra cosa que seguir pidiendo limosna hasta su muerte.

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